LA HUIDA DE TURANGA
Despertó en una celda oscura, fría y lúgubre. Al principio se sintió desorientada, pero comenzó a recordar aquello que la había llevado a aquel lugar. Intentó ponerse en pie, aunque le resultó difícil porque tenía el cuerpo magullado. El dolor la invadía y le provocaba unas incómodas molestias que trataba de evitar. Miró a su alrededor. La habitación donde se encontraba encerrada sólo estaba iluminada por una bombilla que parpadeaba. Cerró los ojos y se dejó caer, tras lo que respiró hondo para poder asimilar la situación. Un intenso olor a humedad y suciedad invadió todo su ser, tan profundo que le hizo vomitar lo poco que recordaba haber comido. Aquello la debilitó más, pero no se dejó vencer. Sabía que tenía que recuperarse porque era una superviviente. Tras analizar dónde se encontraba, recordó que la habían apresado por negarse a cumplir la última orden de Jesus Spiekermann. Había tenido suerte, puesto que su superior castigaba la desobediencia con la muerte. En eso era implacable. Pero también sabía que ser enviada a los calabozos era otra forma de morir, ya que las celdas de los cuarteles centrales estaban construidas para minar la voluntad de los prisioneros. El sonido de las gotas de agua sobre el suelo se hacía cada vez más insoportable y producía un repetitivo tintineo que era capaz de perforar los pensamientos y destruir la voluntad de aquellos que lo escuchaban. Forjada y entrenada en las más extremas condiciones, Turanga Carrados comenzó a meditar, puesto que no podía hacer nada en esos momentos. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, puso la espalda y mano una encima de otra, palma sobre el dorso de la otra. Aunque parecía que tenía los ojos cerrados, sólo estaban entornados. El ruido de la reja que la separaba de la libertad se escuchó en toda la mazmorra. Dos hombres uniformados entraron y la sacaron de allí. Ella se dejó hacer. Cuando la levantaron, sintió que tenía los pies entumecidos e intentó moverlos para no sufrir ninguna lesión. Abrió los ojos por completo y vio que no estaba en la sede de la Brigada Laica de Liberación Religiosa y se preguntó dónde diablos se encontraba, pero obtuvo respuesta sin decir palabra alguna:
—Estoy deseando llegar a tierra firme. No aguanto un turno más en esta cafetera.
—Paciencia. Tan sólo debemos llevar a la prisionera ante el jefe.
En ese instante, Turanga se balanceó y propinó un codazo en el estómago al soldado que tenía a la derecha. Éste no tuvo tiempo de reaccionar y trastabilló sin llegar a caer. Con el codo izquierdo atacó al otro militar, que también perdió el equilibrio. Con ambas manos y los puños cerrados, les golpeó la cabeza y dio un salto. Se giró y colocó en posición de defensa. Les miró con odio mientras apretaba la mandíbula. Esperaba la reacción de los hombres, que se incorporaron y corrieron para atacarla. El primero que llegó, con la cabeza rapada, se llevó la mano al cinturón y sacó su defensa. Turanga echó el cuerpo atrás sin mover los pies y esquivó el primer golpe. Con el antebrazo, detuvo el segundo ataque y propinó un puñetazo en el pecho a su captor, que retrocedió y cayó al suelo. Al ver esto, su compañero salió en auxilio del otro guarda, pero se encontró con una patada que detuvo con ambas manos. La mujer se giró sobre sí misma e intentó zafarse de la llave, pero se encontró con el dorso de la mano de su enemigo. El golpe le rompió el labio, pero eso no le importó porque luchaba por escapar de allí. La prisionera recogió la pierna y la soltó con fuerza. El golpe consiguió liberarla y llevarla lejos de los militares. Al ver que estaban inconscientes, se agachó hacia el hombre que acababa de derribar y le quitó la pistola. De su primer atacante obtuvo la defensa. Miró a su alrededor y vio que no había nadie. Entonces buscó una salida. Observó que había un conducto de ventilación en el techo y se introdujo en él. Se movía con incomodidad, puesto que era muy estrecho. Trataba de no hacer ruido y había puesto toda su atención en el lugar hacia dónde conducían aquellos angostos pasillos. Cuando vio que
uno de los paneles daba a un vestuario, lo apartó y se dejó caer. Allí buscó un paracaídas, puesto que sabía que estaban en una astronave. Para pasar desapercibida, usó un uniforme de la tripulación. Entonces se dio cuenta de que las alarmas llevaban un gran rato sonando. De repente, la habitación se llenó de soldados en busca de armamento. Turanga pasó desapercibida y se mezcló con el resto de militares que habían entrado. Salió con el resto de la tropa y les acompañó en busca de la fugitiva. El ruido y las luces rojas indicaban que la normalidad se había alterado. En uno de los pasillos, vio una de las salidas de emergencia. Uno de sus compañeros le preguntó:
— ¿Dónde vas?
Ella no respondió. Entonces se dio cuenta de que habían tenido a la fugitiva a su lado. Cuando trató de dar la voz de alarma, Turanga le disparó. Después, abrió la puesta de salida y saltó al vacío. Cuando calculó que había descendido suficiente, abrió el paracaídas. En su caída atravesó una nube de lluvia y, bajo sus pies, se abrieron los cielos de la ciudad de Nueva York. Cayó en una la azotea de un rascacielos y recogió el paracaídas con rapidez, puesto que había sido entrenada para ello. Tras ello, disparó a la puerta de entrada del edificio y consiguió pasar a su interior. Llamó puerta por puerta hasta que obtuvo respuesta.